Recientemente comentaba con amigos sobre muchas costumbres y tradiciones que con el paso del tiempo hemos ido perdiendo.
En los toros también esto se ha dado y existen infinidad de ejemplos de hechos y situaciones que ya sólo quedan en el recuerdo de unos cuantos.
Antaño, cuando los tendidos de la Monumental Monterrey se llenaban sin que -literal- cupiese un alfiler, era menester llegar temprano al coso, primero para conseguir buen lugar en el general y segundo, quienes tenían localidades numeradas lo hacían por la diversión que implicaba esa larga espera mientras daba inicio el festejo.
Y es que no faltaba la manera de divertirse.
Aquellas «inocentes» bromas hoy serían tachadas de bullying y sexistas, pero en el fondo no eran otra cosa que simplemente pasar el rato, hacer tiempo y reírse.
De algún lugar aparecía, sin que nadie supiese a ciencia cierta dónde, un hiper-mega descomunal calzón (panty para que no se asusten los asustadizos) de mujer, siempre en un tono chillante, que recorría el tendido cálido lanzado por los aficionados, mientras que los «popof’s» de sombra reían tímidamente, sobre todo cuando le caía en plena cabezota a un distraído y luchaba desesperadamente por quitarse la prenda para volverla a lanzar.
Igual, nadie sabe cómo, de pronto hacía su aparición la temida bolsa de anilina que iba y venía por el graderío manchando con su pintura a aquellos que terminaban siendo blanco de sus inesperados golpes. Y malo cuando le caía a una iracunda señora que con paraguas en mano iba y buscaba a quien se la lanzó para cobrar venganza.
Si algún aficionado llegaba a sol con un bonito sombrero, no faltaba quien se lo quitara de la cabeza y el tocado empezara a ir y venir, siempre cerca del desesperado que se había gastado una fortuna en adquirirlo, sin que pudiese lograrlo, hasta que ya, después de un rato y cansados de reír, los propios bromistas se encargaban de devolverle la prenda al hombre.
Entre eso y la llegada de Jesús Obregón «La Chucha», podías pasar fácilmente y sin darte cuenta una hora. Imposible pensar en que un cubetero se acercara a ofrecerte una bebida en aquellos memorables vasos de cartón encerado, porque era materialmente imposible circular por pasillos y escaleras, así como tampoco el poder bajar a los servicios sanitarios, por lo que había que darse habilidades y estar con el oído atento al terrorífico grito de: «¡Ahí va el agua!», porque te podían pegar un baño.
Otra costumbre que se ha extinguido es que en los carteles de novilleros o de modestos matadores (a las figuras no, por respeto), al momento de estar formados para iniciar el despeje, no faltaba el bromista que les lanzaba a los pies una «paloma» (cuete hecho de papel periódico en forma de triángulo y de enorme capacidad explosiva), buscando que se espantaran, pero al mismo tiempo en algo que se convirtió en una demostración extraña de valor, pues había muchos que ni se inmutaban a pesar de tener el artefacto a un lado de las zapatillas y aguantaban estoicos el bombazo.
¿Medio locos o salvajes? Tal vez, pero esa era la manera de hacer tiempo, de esperar la hora del inicio de cualquier corrida de postín, en un ambiente en el que también debo decirlo, rara vez veías un pleito o bronca, a pesar de estar todos hombro con hombro; la raza se llevaba fuerte, pero había respeto a las damas y los menores y si acaso la pasión que despertaban los toreros encendía los ánimos, tras algunos airados reclamos, dos o tres mentadas de madre y un par de bofetones, la propia afición se encargaba de apaciguar a los rijosos.
Se festejaba el triunfo de la masa cuando, feliz por haberse lanzado al ruedo y pegar un par de pases, un espontáneo lograba escapar de cuadrillas y policías para volver al tendido y ahí, arropado por el gentío, desaparecer, ya que nunca faltaba quien le intercambiara una camisola y le escondiera su muleta para despistar a los uniformados.
Viejas costumbres de antaño, formas de diversión muy distintas a las actuales pero que a pesar de todo algunos seguimos añorando.